Jacques Derrida toma prestada de Immanuel Kant la palabra griega parergon como sinónimo de ornamento, pero también y particularmente, para describir la proporción existente entre éste y el ergon, la obra de arte propiamente dicha. Hay algo inquietante acerca del parergon: es un accesorio del ergon, pero al mismo tiempo, no podemos tener la certeza de que el parergon sea completamente externo al ergon; es parte del ergon y a la vez es marginal a éste. En otras palabras, los ornamentos dotan a las obras de arte de su propio espacio: como Derrida lo expresa: “son inseparables a la falta en el interior del ergon. Y esta carencia constituye la unidad misma del ergon” (La verdad de la pintura, 1978).
Por lo tanto, parece que el ornamento puede ser experienciado o entendido únicamente a través de su relación con la obra de arte: imaginemos entonces una obra de arte en la que esta proporción Derrideana de obra-ornamento sea subvertida. No me refiero a una obra de arte en la que el ornamento es simplemente reproducido o integrado, como en las famosas pinturas de David Teniers el Joven, los tapices de Fortunato Depero o Le masque vide de René Magritte, entre muchos otros ejemplos. Me refiero a una obra de arte cuyo tema mismo es el ornamento, como si un marco se introdujera en el lienzo y expulsara todo lo demás para hacerse espacio para él solamente: una pintura acerca de un marco, un ergon acerca del parergon.
Semejante subversión es el objeto de la investigación actual de Agostino Iacurci. Un trompe l’oeil en un sentido figurativo: no busca engañar el ojo del espectador – la apariencia cuasi abstracta de dichos lienzos juguetones y de colores lisos podrían nunca lograr ese cometido– sino engañar nuestro entendimiento de los límites comunes entre arte y decoración.